Uno de los aspectos más destacados del cuento es la habilidad de Stephen King para construir tensión y mantener al lector en un estado de constante inquietud. Utiliza una narración en primera persona para sumergir al lector en la mente atormentada de Lester y transmitir su paranoia y miedo de manera efectiva. A medida que Lester cuenta sus encuentros con el Hombre del Saco, el lector experimenta su creciente terror y la sensación de que algo siniestro está al acecho en las sombras.
Otro tema importante en "The Boogeyman" es la culpa y el remordimiento. Lester se culpa a sí mismo por la muerte de sus hijos y siente que no hizo lo suficiente para protegerlos. Esta culpa lo consume y alimenta su miedo a la criatura. Stephen King examina la naturaleza de la culpa y cómo puede afectar la psicología de una persona, llevándola a creer en cosas sobrenaturales y a sentirse perseguida.
Además, el cuento aborda el tema de los miedos infantiles y cómo pueden persistir en la edad adulta. El Hombre del Saco es una figura emblemática en el folclore infantil, utilizado para asustar a los niños y hacer que se porten bien. En "The Boogeyman", Stephen King explora la idea de que los miedos infantiles pueden tener un poder duradero, incluso en la edad adulta, y pueden manifestarse en formas perturbadoras.
El COCO es un cuento terrorífico que juega con los temores primarios de los lectores. Stephen King crea una historia inquietante y llena de suspenso, explorando temas como la culpa, el miedo y la persistencia de los miedos infantiles. Es un ejemplo magistral del talento de King para asustar y mantener al lector enganchado desde la primera página hasta el inquietante desenlace.
The Boogeyman
(El COCO)
–Recurro
a usted porque quiero contarle mi historia –dijo el hombre acostado sobre el
diván del doctor Harper.
El
hombre era Lester Billings, de Waterbury, Connecticut. Según la ficha de la
enfermera Vickers, tenía veintiocho años, trabajaba para una empresa industrial
de Nueva York, estaba divorciado, y había tenido tres hijos. Todos muertos.
–No
puedo recurrir a un cura porque no soy católico. No puedo recurrir a un abogado
porque no he hecho nada que deba consultar con él. Lo único que hice fue matar
a mis hijos. De uno en uno. Los maté a todos.
El
doctor Harper puso en marcha el magnetófono.
Billings
estaba duro como una estaca sobre el diván, sin darle un ápice de sí. Sus pies
sobresalían, rígidos, por el extremo. Era la imagen de un hombre que se sometía
a una humillación necesaria. Tenía las manos cruzadas sobre el pecho, como un
cadáver. Sus facciones se mantenían escrupulosamente compuestas. Miraba el
simple cielo raso, blanco, de paneles, como si por su superficie desfilaran
escenas e imágenes.
–Quiere
decir que los mató realmente, o…
–No.
–Un movimiento impaciente de la mano–. Pero fui el responsable. Denny en 1967.
Shirl en 1971. Y Andy este año. Quiero contárselo.
El
doctor Harper no dio nada. Le pareció que Billings tenía un aspecto demacrado y
envejecido. Su cabello raleaba, su tez estaba pálida. Sus ojos encerraban todos
los secretos miserables del whisky.
–Fueron
asesinados, ¿entiende? Pero nadie lo cree. Si lo creyeran, todo se arreglaría.
–¿Por
qué?
–Porque…
Billings
se interrumpió y se irguió bruscamente sobre los codos, mirando hacia el otro
extremo de la habitación.
–¿Qué
es eso? –bramó. Sus ojos se habían entrecerrado, reduciéndose a dos tajos
oscuros.
–¿Qué
es qué?
–Esa
puerta.
–El
armario empotrado –respondió el doctor Harper–. Donde cuelgo mi abrigo y dejo
mis chanclos.
–Ábralo.
Quiero ver lo que hay dentro.
El
doctor Harper se levantó en silencio, atravesó la habitación y abrió la puerta.
Dentro, una gabardina marrón colgaba de una de las cuatro o cinco perchas.
Abajo había un par de chanclos relucientes. Dentro de uno de ellos había un
ejemplar cuidadosamente doblado del New York Times. Eso era todo.
–¿Conforme?
–preguntó el doctor Harper.
–Sí.
–Billings dejó de apoyarse sobre los codos y volvió a la posición anterior.
–Decía
–manifestó el doctor Harper mientras volvía a su silla– que si se pudiera
probar el asesinato de sus tres hijos, todos sus problemas se solucionarían.
¿Por qué?
–Me
mandarían a la cárcel –explicó Billings inmediatamente–. Para toda la vida. Y
en una cárcel uno puede ver lo que hay dentro de todas las habitaciones. Todas
las habitaciones. –Sonrió a la nada.
–¿Cómo
fueron asesinados sus hijos?
–¡No
trate de arrancármelo por la fuerza!
Billings
se volvió y miró a Harper con expresión aviesa.
–Se
lo diré, no se preocupe. No soy uno de sus chalados que se pasean por el mundo
y pretenden ser Napoleón o que justifican haberse aficionado a la heroína
porque la madre no los quería. Sé que no me creerá. No me interesa. No importa.
Me bastará con contárselo.
–Muy
bien. –El doctor Harper extrajo su pipa.
–Me
casé con Rita en 1965… Yo tenía veintiún años y ella dieciocho. Estaba
embarazada. Ese hijo fue Denny. –Sus labios se contorsionaron para formar una
sonrisa gomosa, grotesca, que desapareció en un abrir y cerrar de ojos–. Tuve
que dejar la Universidad y buscar empleo, pero no me importó. Los amaba a los
dos. Éramos muy felices. Rita volvió a quedarse embarazada poco después del
nacimiento de Denny, y Shirl vino al mundo en diciembre de 1966. Andy nació en
el verano de 1969, cuando Denny ya había muerto. Andy fue un accidente. Eso
dijo Rita. Aseguró que a veces los anticonceptivos fallan. Yo sospecho que fue
más que un accidente. Los hijos atan al hombre, usted sabe. Eso les gusta a las
mujeres, sobre todo cuando el hombre es más inteligente que ellas. ¿No le
parece?
Harper
emitió un gruñido neutro.
–Pero
no importa. A pesar de todo los quería. –Lo dijo con tono casi vengativo, como
si hubiera amado a los niños para castigar a su esposa.
–¿Quién
mató a los niños? –preguntó Harper.
–El
coco –respondió inmediatamente Lester Billings–. El coco los mató a todos.
Sencillamente, salió del armario y los mató. –Se volvió y sonrió–. Claro, usted
cree que estoy loco. Lo leo en su cara. Pero no me importa. Lo único que deseo
es desahogarme e irme.
–Le
escucho –dijo Harper.
–Todo
comenzó cuando Denny tenía casi dos años y Shirl era apenas un bebé. Denny
empezó a llorar cuando Rita lo tenía en la cama. Verá, teníamos un apartamento
de dos dormitorios. Shirl dormía en una cuna, en nuestra habitación. Al
principio pensé que Denny lloraba porque ya no podía llevarse el biberón a la
cama. Rita dijo que no nos obstináramos, que tuviéramos paciencia, que le
diéramos el biberón y que él ya lo dejaría solo. Pero así es como los chicos se
echan a perder. Si eres tolerante con ellos los malcrías. Después te hacen
sufrir. Se dedican a violar chicas, sabe, o empiezan a drogarse. O se hacen
maricas. ¿Se imagina lo horrible que es despertar una mañana y descubrir que su
chico, su hijo varón, es marica?
—Sin
embargo, después de un tiempo, cuando vimos que no se acostumbraba, empecé a
acostarle yo mismo. Y si no dejaba de llorar le daba una palmada. Entonces Rita
dijo que repetía a cada rato —luz, luz—. Bueno, no sé. ¿Quién entiende lo que
dicen los niños tan pequeños? Sólo las madres lo saben.
—Rita
quiso instalarle una lámpara de noche. Uno de esos artefactos que se adosan a
la pared con la figura del Ratón Mikey o de Huckleberry Hound o de lo que sea.
No se lo permití. Si un niño no le pierde el miedo a la oscuridad cuando es
pequeño, nunca se acostumbrará a ella.
—De
todos modos, murió el verano que siguió al nacimiento de Shirl. Esa noche lo
metí en la cama y empezó a llorar en seguida. Esta vez entendí lo que decía.
Señaló directamente el armario cuando lo dijo. —El coco –gritó–. El coco, papá.—
—Apagué
la luz y salí de la habitación y le pregunté a Rita por qué le había enseñado
esa palabra al niño. Sentí deseos de pegarle un par de bofetadas, pero me
contuve. Juró que nunca se la había enseñado. La acusé de ser una condenada
embustera.
—Verá,
ése fue un mal verano para mí. Sólo conseguí que me emplearan para cargar
camiones de Pepsi–Cola en un almacén, y estaba siempre cansado. Shirl se
despertaba y lloraba todas las noches y Rita la tomaba en brazos y gimoteaba.
Le aseguro que a veces tenía ganas de arrojarlas a las dos por la ventana.
Jesús, a veces los mocosos te hacen perder la chaveta. Podrías matarlos.
—Bien,
el niño me despertó a las tres de la mañana, puntualmente. Fui al baño, medio
dormido, sabe, y Rita me preguntó si había ido a ver a Denny. Le contesté que
lo hiciera ella y volví a acostarme. Estaba casi dormido cuando Rita empezó a
gritar.
—Me
levanté y entré en la habitación. El crío estaba acostado boca arriba, muerto.
Blanco como la harina excepto donde la sangre se había…, se había acumulado,
por efecto de la gravedad. La parte posterior de las piernas, la cabeza, las…
eh… las nalgas. Tenía los ojos abiertos. Eso era lo peor, sabe. Muy dilatados y
vidriosos, como los de las cabezas de alce que algunos tipos cuelgan sobre la
repisa. Como en las fotos de esos chinitos de Vietnam. Pero un crío
norteamericano no debería tener esa expresión. Muerto boca arriba. Con pañales
y pantaloncitos de goma porque durante las últimas dos semanas había vuelto a
orinarse encima. Qué espanto. Yo amaba a ese niño.
Billings
meneó la cabeza lentamente y después volvió a ostentar la misma sonrisa gomosa,
grotesca.
–Rita
chillaba hasta desgañitarse. Trató de alzar a Denny y mecerlo, pero no se lo
permití. A la poli no le gusta que uno toque las evidencias. Lo sé…
–¿Supo
entonces que había sido el coco? –preguntó Harper apaciblemente.
–Oh,
no. Entonces no. Pero vi algo. En ese momento no le di importancia, pero mi
mente lo archivó.
–¿Qué
fue?
–La
puerta del armario estaba abierta. No mucho. Apenas una rendija. Pero verá, yo
sabía que la había dejado cerrada. Dentro había bolsas de plástico. Un crío se
pone a jugar con una de ellas y adiós. Se asfixia. ¿Lo sabía?
–Sí.
¿Qué sucedió después?
Billings
se encogió de hombros.
–Lo
enterramos. –Miró con morbosidad sus manos, que habían arrojado tierra sobre
tres pequeños ataúdes.
–¿Hubo
una investigación?
–Claro
que sí. –Los ojos de Billings centellearon con un brillo sardónico–. Vino un
jodido matasanos con un estetoscopio y un maletín negro lleno de chicles y una
zamarra robada de alguna escuela veterinaria. ¡Colapso en la cuna, fue el
diagnóstico! ¿Ha oído alguna vez semejante disparate? ¡El crío tenía tres años!
–El
colapso en la cuna es muy común durante el primer año de vida –explicó Harper
puntillosamente–, pero el diagnóstico ha aparecido en los certificados de
defunción de niños de hasta cinco años, a falta de otro mejor…
–¡Mierda!
–espetó Billings violentamente.
Harper
volvió a encender su pipa.
–Un
mes después del funeral instalamos a Shirl en la antigua habitación de Denny.
Rita se resistió con uñas y dientes, pero yo dije la última palabra. Me dolió,
por supuesto. Jesús, me encantaba tener a la mocosa con nosotros. Pero no hay
que sobreproteger a los niños, pues en tal caso se convierten en lisiados.
Cuando yo era niño mi madre me llevaba a la playa y después se ponía ronca
gritando: —¡No te internes tanto! ¡No te metas allí! ¡Hay corrientes
submarinas! ¡Has comido hace una hora! ¡No te zambullas de cabeza!—. Le juro
por Dios que incluso me decía que me cuidara de los tiburones. ¿Y cuál fue el
resultado? Que ahora ni siquiera soy capaz de acercarme al agua. Es verdad. Si
me arrimo a una playa me atacan los calambres. Cuando Denny vivía, Rita consiguió
que la llevase una vez con los niños a Savin Rock. Se me descompuso el
estómago. Lo sé, ¿entiende? No hay que sobreproteger a los niños. Y uno tampoco
debe ser complaciente consigo mismo. La vida continúa. Shirl pasó directamente
a la cuna de Denny. Claro que arrojamos el colchón viejo a la basura. No quería
que mi pequeña se llenara de microbios.
Así
transcurrió un año. Y una noche, cuando estoy metiendo a Shirl en su cuna,
empieza a aullar y chillar y llorar. —¡El coco, papá, el coco!—
—Eso
me sobresaltó. Decía lo mismo que Denny. Y empecé a recordar la puerta del
armario, apenas entreabierta cuando lo encontramos. Quise llevarla por esa
noche a nuestra habitación.
–¿Y
la llevó?
–No.
–Billings se miró las manos y las facciones se convulsionaron–. ¿Cómo podía
confesarle a Rita que me había equivocado? Tenía que ser fuerte. Ella había
sido siempre una marioneta…, recuerde con cuánta facilidad se acostó conmigo
cuando aún no estábamos casados.
–Por
otro lado –dijo Harper–, recuerde con cuánta facilidad usted se acostó con
ella.
Billings,
que estaba cambiando la posición de sus manos, se puso rígido y volvió
lentamente la cabeza para mirar a Harper.
–¿Pretende
tomarme el pelo?
–Claro
que no –respondió Harper.
–Entonces
deje que lo cuente a mi manera –espetó Billings–. Estoy aquí para desahogarme.
Para contar mi historia. No hablaré de mi vida sexual, si eso es lo que usted
espera. Rita y yo hemos tenido una vida sexual muy normal, sin perversiones. Sé
que a algunas personas les excita hablar de eso, pero no soy una de ellas.
–De
acuerdo –asintió Harper.
–De
acuerdo –repitió Billings, con ofuscada arrogancia. Parecía haber perdido el
hilo de sus pensamientos, y sus ojos se desviaron, inquietos, hacia la puerta
del armario, que estaba herméticamente cerrada.
–¿Prefiere
que la abra? –preguntó Harper.
–¡No!
–se apresuró a exclamar Billings. Lanzó una risita nerviosa–. ¿Qué interés
podría tener en ver sus chanclos?
Y
después de una pausa, dijo:
–El
coco la mató también a ella. –Se frotó la frente, como si fuera ordenando sus
recuerdos–. Un mes más tarde. Pero antes sucedió algo más. Una noche oí un
ruido ahí dentro. Y después Shirl gritó. Abrí muy rápidamente la puerta… la luz
del pasillo estaba encendida… y… ella estaba sentada en la cuna, llorando, y…
algo se movió. En las sombras, junto al armario. Algo se deslizó.
–¿La
puerta del armario estaba abierta?
–Un
poco. Sólo una rendija. –Billings se humedeció los labios–. Shirl hablaba a
gritos del coco. Y dijo algo más que sonó como —garras—. Sólo que ella dijo —galas—,
sabe. A los niños les resulta difícil pronunciar la —erre—. Rita vino corriendo
y preguntó qué sucedía. Le contesté que la habían asustado las sombras de las
ramas que se movían en el techo.
–¿Galochas?
–preguntó Harper.
–¿Eh?
–Galas…
galochas. Son una especie de chanclos. Quizás había visto las galochas en el
armario y se refería a eso.
–Quizá
–murmuró Billings–. Quizá se refería a eso. Pero yo no lo creo. Me pareció que
decía —garras. –Sus ojos empezaron a buscar otra vez la puerta del armario–.
Garras, largas garras –su voz se había reducido a un susurro.
–¿Miró
dentro del armario?
–S—sí.
–Las manos de Billings estaban fuertemente entrelazadas sobre su pecho, tan
fuertemente que se veía una luna blanca en cada nudillo.
–¿Había
algo dentro? ¿Vio al…?
–¡No
vi nada! –chilló Billings de súbito. Y las palabras brotaron atropelladamente,
como si hubieran arrancado un corcho negro del fondo de su alma–. Cuando murió
la encontré yo, verá. Y estaba negra. Completamente negra. Se había tragado la
lengua y estaba negra como una negra de un espectáculo de negros, y me miraba
fijamente. Sus ojos parecían los de un animal embalsamado: muy brillantes y
espantosos, como canicas vivas, como si estuvieran diciendo: —me pilló, papá,
tú dejaste que me pillara, tú me mataste, tú le ayudaste a matarme—.
Su
voz se apagó gradualmente. Un solo lagrimón silencioso se deslizó por su
mejilla.
–Fue
una convulsión cerebral, ¿sabe? A veces les sucede a los niños. Una mala señal
del cerebro. Le practicaron la autopsia en Hartford y nos dijeron que se había
asfixiado al tragarse la lengua durante una convulsión. Y yo tuve que volver
solo a casa porque Rita se quedó allí, bajo el efecto de los sedantes. Estaba
fuera de sí. Tuve que volver solo a casa, y sé que a un crío no le atacan las convulsiones
por una alteración cerebral. Las convulsiones pueden ser el producto de un
susto. Y yo tuve que volver solo a la casa donde estaba eso. Dormí en el sofá
–susurró–. Con la luz encendida.
–¿Sucedió
algo?
–Tuve
un sueño –contestó Billings–. Estaba en una habitación oscura y había algo que
yo no podía…, no podía ver bien. Estaba en el armario. Hacía un ruido…, un
ruido viscoso. Me recordaba un comic que había leído en mi infancia. Cuentos de
la cripta. ¿Lo conoce? ¡Jesús! Había un personaje llamado Graham Ingles, capaz
de invocar a los monstruos más abominables del mundo… y a algunos de otros
mundos. De todos modos, en este relato una mujer ahogaba a su marido,
¿entiende? Le ataba unos bloques de cemento a los pies y lo arrojaba a una
cantera inundada. Pero él volvía. Estaba totalmente podrido y de color negro
verdoso y los peces le habían devorado un ojo y tenía algas enredadas en el
pelo. Volvía y la mataba. Y cuando me desperté en mitad de la noche, pensé que
lo encontraría inclinándose sobre mí. Con garras… largas garras…
El
doctor Harper consultó su reloj digital embutido en su mesa. Lester Billings
estaba hablando desde hacía casi media hora.
–Cuando
su esposa volvió a casa –dijo–, ¿cuál fue su actitud respecto a usted?
–Aún
me amaba –respondió Billings orgullosamente–. Seguía siendo una mujer sumisa.
Ése es el deber de la esposa, ¿no le parece? La liberación femenina sólo sirve
para aumentar el número de chalados. Lo más importante es que cada cual sepa ocupar
su lugar… Su… su… eh…
–¿Su
sitio en la vida?
–¡Eso
es! –Billings hizo chasquear los dedos–. Y la mujer debe seguir al marido. Oh,
durante los primeros cuatro o cinco meses que siguieron a la desgracia estuvo
bastante mustia…, arrastraba los pies por la casa, no cantaba, no veía la TV,
no reía. Yo sabía que se sobrepondría. Cuando los niños son tan pequeños, uno
no llega a encariñarse tanto. Después de un tiempo hay que mirar su foto para
recordar cómo eran, exactamente.
—Quería
otro bebé –agregó, con tono lúgubre–. Le dije que era una mala idea. Oh, no de
forma definitiva, sino por un tiempo. Le dije que era hora de que nos
conformáramos y empezáramos a disfrutar el uno del otro. Antes nunca habíamos
tenido la oportunidad de hacerlo. Si queríamos ir al cine, teníamos que buscar
una babysitter. No podíamos ir a la ciudad a ver un partido de fútbol si los
padres de ella no aceptaban cuidar a los críos, porque mi madre no quería tener
tratos con nosotros. Denny había nacido demasiado poco tiempo después de que
nos casamos, ¿entiende? Mi madre dijo que Rita era una zorra, una vulgar
trotacalles. ¿Qué le parece? Una vez me hizo sentar y me recitó la lista de las
enfermedades que podía pescarme si me acostaba con una tro… con una prostituta.
Me explicó cómo un día aparecía una llaguita en la ver… en el pene, y al día
siguiente se estaba pudriendo. Ni siquiera aceptó venir a la boda.
Billings
tamborileó con los dedos sobre su pecho.
–El
ginecólogo de Rita le vendió un chisme llamado DIU… dispositivo intrauterino.
Absolutamente seguro, dijo el médico. Bastaba insertarlo en el…, en el aparato
femenino, y listo. Si hay algo allí, el óvulo no se fecunda. Ni siquiera se
nota. –Ni siquiera sabes que está allí. Y al año siguiente volvió a quedar
embarazada. Vaya seguridad absoluta.
–Ningún
método anticonceptivo es perfecto –explicó Harper–. La píldora sólo lo es en el
noventa y ocho por ciento de los casos. El DIU puede ser expulsado por contracciones
musculares, por un fuerte flujo menstrual y, en casos excepcionales, durante la
evacuación.
–Sí.
O la mujer se lo puede quitar.
–Es
posible.
–¿Y
entonces qué? Empieza a tejer prendas de bebé, canta bajo la ducha, y come
encurtidos como una loca. Se sienta sobre mis rodillas y dice que debe ser la
voluntad de Dios. Mierda.
–¿El
bebé nació al finalizar el año que siguió a la muerte de Shirl?
–Exactamente.
Un varón. Le llamó Andrew Lester Billings. Yo no quise tener nada que ver con
él, por lo menos al principio. Decidí que puesto que ella había armado el
jaleo, tenía que apañárselas sola. Sé que esto puede parecer brutal, pero no
olvide cuánto había sufrido yo.
—Sin
embargo terminé por cobrarle cariño, sabe. Para empezar, era el único de la
camada que se parecía a mí. Denny guardaba parecido con su madre, y Shirley no
se había parecido a nadie, excepto tal vez a la abuela Ann. Pero Andy era
idéntico a mí.
—Cuando
volvía de trabajar iba a jugar con él. Me cogía sólo el dedo y sonreía y
gorgoteaba. A las nueve semanas ya sonreía como su papá. ¿Cree lo que le estoy
contando?
—Y
una noche, hete aquí que salgo de una tienda con un móvil para colgar sobre la
cuna del crío. ¡Yo! Yo siempre he pensado que los críos no valoran los regalos
hasta que tienen edad suficiente para dar las gracias. Pero ahí estaba yo,
comprándole un chisme ridículo, y de pronto me di cuenta de que lo quería más
que a nadie. Ya había conseguido un nuevo empleo, muy bueno: vendía taladros de
la firma Cluett and Sons. Había prosperado mucho y cuando Andy cumplió un año
nos mudamos a Waterbury. La vieja casa tenía demasiados malos recuerdos.
—Y
demasiados armarios.
—El
año siguiente fue el mejor para nosotros. Daría todos los dedos de la mano
derecha por poder vivirlo de nuevo. Oh, aún había guerra en Vietnam, y los
hippies seguían paseándose desnudos, y los negros vociferaban mucho, pero nada
de eso nos afectaba. Vivíamos en una calle tranquila, con buenos vecinos.
Éramos felices –resumió sencillamente–. Un día le pregunté a Rita si no estaba
preocupada. Usted sabe, dicen que no hay dos sin tres. Contestó que eso no se
aplicaba a nosotros. Que Andy era distinto, que Dios lo había rodeado con un
círculo mágico.
Billings
miró el techo con expresión morbosa.
–El
año pasado no fue tan bueno. Algo cambió en la casa. Empecé a dejar los
chanclos en el vestíbulo porque ya no me gustaba abrir la puerta del armario.
Pensaba constantemente: ¿Y qué harás si está ahí dentro, agazapado y listo para
abalanzarse apenas abras la puerta? Y empecé a imaginar que oía ruidos
extraños, como si algo negro y verde y húmedo se estuviera moviendo apenas, ahí
dentro.
—Rita
me preguntaba si no trabajaba demasiado, y empecé a insultarla como antes. Me
revolvía el estómago dejarlos solos para ir a trabajar, pero al mismo tiempo me
alegraba salir. Que Dios me ayude, me alegraba salir. Verá, empecé a pensar que
nos había perdido durante un tiempo cuando nos mudamos. Había tenido que
buscarnos, deslizándose por las calles durante la noche y quizá reptando por
las alcantarillas. Olfateando nuestro rastro. Necesitó un año, pero nos
encontró. Ha vuelto, me dije. Le apetece Andy y le apetezco yo. Empecé a
sospechar que quizá si piensas mucho tiempo en algo, y crees que existe,
termina por corporizarse. Quizá todos los monstruos con los que nos asustaban
cuando éramos niños, Frankenstein y el Hombre Lobo y la Momia, existían
realmente. Existían en la medida suficiente para matar a los niños que
aparentemente habían caído en un abismo o se habían ahogado en un lago o tan
sólo habían desaparecido. Quizá…
–¿Se
está evadiendo de algo, señor Billings?
Billings
permaneció un largo rato callado. En el reloj digital pasaron dos minutos. Por
fin dijo bruscamente:
–Andy
murió en febrero. Rita no estaba en casa. Había recibido una llamada de su
padre. Su madre había sufrido un accidente de coche un día después de Año Nuevo
y creían que no se salvaría. Esa misma noche Rita cogió el autobús.
—Su
madre no murió, pero estuvo mucho tiempo, dos meses, en la lista de pacientes
graves. Yo tenía una niñera excelente que estaba con Andy durante el día. Pero
por la noche nos quedábamos solos. Y las puertas de los armarios porfiaban en
abrirse.
Billings
se humedeció los labios.
–El
niño dormía en la misma habitación que yo. Es curioso, además. Una vez, cuando
cumplió dos años, Rita me preguntó si quería instalarlo en otro dormitorio.
Spock u otro de esos charlatanes sostiene que es malo que los niños duerman con
los padres, ¿entiende? Se supone que eso les produce traumas sexuales o algo
parecido. Pero nosotros sólo lo hacíamos cuando el crío dormía. Y no quería
mudarlo. Tenía miedo, despue´s de lo que les había pasado a Denny y a Shirl.
–¿Pero
lo mudó, verdad? –preguntó el doctor Harper.
–Sí
–respondió Billings. En sus facciones apareció una sonrisa enfermiza y
amarilla–. Lo mudé.
Otra
pausa. Billings hizo un esfuerzo por proseguir. –¡Tuve que hacerlo! –espetó por
fin–. ¡Tuve que hacerlo! Todo había andado bien mientras Rita estaba en la
casa, pero cuando ella se fue, eso empezó a envalentonarse. Empezó a… –Giró los
ojos hacia Harper y mostró los dientes con una sonrisa feroz–. Oh, no me
creerá. Sé qué es lo que piensa. No soy más que otro loco de su fichero. Lo sé.
Pero usted no estaba allí, maldito fisgón.
—Una
noche todas las puertas de la casa se abrieron de par en par. Una mañana, al
levantarme, encontré un rastro de cieno e inmundicia en el vestíbulo, entre el
armario de los abrigos y la puerta principal. ¿Eso salía? ¿O entraba? ¡No lo
sé! ¡Juro ante Dios que no lo sé! Los discos aparecían totalmente rayados y
cubiertos de limo, los espejos se rompían… y los ruidos… los ruidos…
Se
pasó la mano por el cabello.
–Me
despertaba a las tres de la mañana y miraba la oscuridad y al principio me
decía: —Es sólo el reloj.— Pero por debajo del tic—tac oía que algo se movía
sigilosamente. Pero no con demasiado sigilo, porque quería que yo lo oyera. Era
un deslizamiento pegajoso, como el de algo salido del fregadero de la cocina. O
un chasquido seco, como el de garras que se arrastraran suavemente sobre la
baranda de la escalera. Y cerraba los ojos, pensando que si oírlo era
espantoso, verlo sería…
—Y
siempre temía que los ruidos se interrumpieran fugazmente, y que luego
estallara una risa sobre mi cara, y una bocanada de aire con olor a coles
rancias. Y que unas manos se cerraran sobre mi cuello.
Billings
estaba pálido y tembloroso.
–De
modo que lo mudé. Verá, sabía que primero iría a buscarle a él. Porque era más
débil. Y así fue. La primera vez chilló en mitad de la noche y finalmente,
cuando reuní los cojones suficientes para entrar, lo encontré de pie en la cama
y gritando: —El coco, papá… el coco…, quiero ir con papá, quiero ir con papá.—
La
voz de Billings sonaba atiplada, como la de un niño. Sus ojos parecían llenar
toda su cara. Casi dio la impresión de haberse encogido en el diván.
–Pero
no pude. –El tono atiplado infantil perduró–. No pude. Y una hora más tarde oí
un alarido. Un alarido sobrecogedor, gorgoteante. Y me di cuenta de que le
amaba mucho porque entré corriendo, sin siquiera encender la luz. Corrí, corrí,
corrí, oh, Jesús María y José, le había atrapado. Le sacudía, le sacudía como
un perro sacude un trapo y vi algo con unos repulsivos hombros encorvados y una
cabeza de espantapájaros y sentí un olor parecido al que despide un ratón
muerto en una botella de gaseosa y oí… –Su voz se apagó y después recobró el
timbre de adulto–. Oí cómo se quebraba el cuello de Andy. –La voz de Billings
sonó fría y muerta–. Fue un ruido semejante al del hielo que se quiebra cuando
uno patina sobre un estanque en invierno.
–¿Qué
sucedió después?
Oh,
eché a correr –respondió Billings con la misma voz fría, muerta–. Fui a una
cafetería que estaba abierta durante toda la noche. ¿Qué le parece esto, como
prueba de cobardía? Me metí en una cafetería y bebí seis tazas de café. Después
volví a casa. Ya amanecía. Llamé a la policía aun antes de subir al primer
piso. Estaba tumbado en el suelo mirándome. Acusándome. Había perdido un poco
de sangre por una oreja. Pero sólo una rendija.
Se
calló. Harper miró el reloj digital. Habían pasado cincuenta minutos.
–Pídale
una hora a la enfermera –dijo–. ¿Los martes y jueves?
–Sólo
he venido a contarle mi historia –respondió Billings–. Para desahogarme. Le
mentí a la policía ¿sabe? Dije que probablemente el crío había tratado de bajar
de la cuna por la noche y…, se lo tragaron. Claro que sí. Eso era lo que
parecía. Un accidente, como los otros. Pero Rita comprendió la verdad. Rita…
comprendió… finalmente.
–Señor
Billings, tenemos que conversar mucho –manifestó el doctor Harper después de
una pausa–. Creo que podremos eliminar parte de sus sentimientos de culpa, pero
antes tendrá que desear realmente librarse de ellos.
–¿Acaso
piensa que no lo deseo? –exclamó Billings, apartando el antebrazo de sus ojos.
Estaban rojos, irritados, doloridos.
–Aún
no –prosiguió Harper afablemente–. ¿Los martes y jueves?
–Maldito
curandero –masculló Billings después de un largo silencio–. Está bien. Está
bien.
–Pídale
hora a la enfermera, señor Billings. Adiós.
Billings
soltó una risa hueca y salió rápidamente de la consulta, sin mirar atrás.
La
silla de la enfermera estaba vacía. Sobre el secante del escritorio había un
cartelito que decía —Vuelvo enseguida—.
Billings
se volvió y entró nuevamente en la consulta.
–Doctor,
su enfermera ha…
Pero
la puerta del armario estaba abierta. Sólo una pequeña rendija.
–Qué
lindo –dijo la voz desde el interior del armario–. Qué lindo.
Las
palabras sonaron como si hubieran sido articuladas por una boca llena de algas
descompuestas.
Billings
se quedó paralizado donde estaba mientras la puerta del armario se abría. Tuvo
una vaga sensación de tibieza en el bajo vientre cuando se orinó encima.
–Qué
lindo –dijo el coco mientras salía arrastrando los pies.
Aún
sostenía su máscara del doctor Harper en una mano podrida, de garras
espatuladas.
Del
libro «El umbral de la noche» (Night Shift)
Stephen King es un reconocido escritor estadounidense nacido el 21 de septiembre de 1947 en Portland, Maine. Es conocido como uno de los maestros indiscutibles del género de terror y ha publicado más de 60 novelas, numerosos relatos cortos y ensayos a lo largo de su carrera. Sus obras han vendido millones de copias en todo el mundo y muchas de ellas han sido adaptadas al cine y la televisión.
King mostró su pasión por la escritura desde una edad temprana. Durante su adolescencia, colaboró en la publicación de un periódico local y comenzó a escribir historias cortas. Después de graduarse de la Universidad de Maine en 1970, trabajó como profesor y continuó escribiendo en su tiempo libre.
En 1973, King publicó su primera novela, "Carrie", que fue un éxito inmediato y le dio reconocimiento en el mundo literario. A partir de ese momento, comenzó a publicar regularmente y a ganar popularidad con obras como "El resplandor" (1977), "It" (1986) y "Misery" (1987). Sus historias se caracterizan por su capacidad para crear personajes memorables, situaciones escalofriantes y un estilo narrativo ágil y absorbente.
A lo largo de su carrera, Stephen King ha recibido numerosos premios y reconocimientos por su contribución a la literatura de terror, incluyendo el prestigioso premio Bram Stoker y el National Book Award. También ha sido objeto de estudios académicos y críticas literarias que destacan su impacto en el género y su capacidad para explorar temas más allá del horror puro, como la psicología humana, la violencia y el miedo.
Además de su prolífica carrera como escritor, King ha incursionado en otros medios artísticos. Ha dirigido algunas películas, como "Maximum Overdrive" (1986) y ha participado en la creación y producción de adaptaciones televisivas de sus obras, como la exitosa serie "Under the Dome". También ha colaborado con otros escritores, como su hijo Joe Hill, en proyectos conjuntos.
A lo largo de los años, Stephen King se ha convertido en un ícono de la literatura popular y su nombre se ha convertido en sinónimo de terror y suspenso. Su influencia en el género es indiscutible y su legado perdurará en las páginas de sus numerosas obras, así como en la imaginación de sus lectores.
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